La ciénaga definitiva de Giorgio Manganelli
Hay que atravesar rápidamente el ancho de un
río atestado de ligeras embarcaciones chinas que se mueven en distintas
direcciones; es así como se crea el sentido del discurso poético. Es imposible
reconstruirlo preguntando a los barqueros: ellos no nos dirán ni cómo ni por
qué saltábamos de una barca a otra.
Osip
Mandelstam
La ciénaga definitiva es un empeño por hallar aquello que se oculta tras las imágenes
que el hombre crea para explicarse y explicar el mundo. Tambien un viaje hacia
un lugar hecho de imperturbables secretos que nos enfrenta a las raíces
centrifugas de la fuerza imaginante, una fuerza en la que se puede observar el
fondo de la materia, donde –en palabras de Gaston Bachelard– crece una vegetación oscura y florecen
flores negras que ya traen su terciopelo y la fórmula de su perfume.
Manganelli es un cartógrafo de las metamorfosis del ensueño, que desciende para
encontrar eso que el mismo Bachelard denomina la hermosa monotonía de la materia. Viajamos en un corcel a la
sombra de la voz del escritor, sorteando desde la proa del delirio toda su
ansia especulativa; la sombra del corcel es también la sombra del agua, que
discurre, gotea y revienta hasta hacer libro esa búsqueda por un lugar estéril
de realidad, un campo de acción virgen arado con múltiples imágenes que se
hacen pantano en la luz, un lugar despojado de todo núcleo en el que el
torrente del significado pasa por un laberinto líquido, en el que las bestias
confluyen para asfixiar con su abrazo al sentido y al contrasentido.
Habitaremos la ciénaga, dormiremos en
la cama de la nostalgia de haber nacido y ya indisolubles de nuestro caballo, voluntad
y destino, empezará a manar de las palabras el embriagante líquido de la
incertidumbre, las formas disueltas por un grito que parece enviado desde la
muerte, el oscuro suero del tiempo bajando desde el seno del vapor, lento como
magma, hiriendo al absoluto con la enfermedad de la nada que se transforma en
lapso y condición. Antes de cualquier vislumbre: la huida, inventar la
distancia para cerrar el círculo de la vida y hacer que caiga sobre el fuego
una noche de cenizas, la noche del entendimiento, los vestigios de una
insondable lejanía que nos abre una de sus alas en señal de cobijo. La ciénaga es un intento por definir la ciénaga y ahí está el vislumbre; la
huida se ha convertido ahora un requisito para la autofagia del sentido y su
inestable blasón. En la ciénaga la
muerte está más viva que la vida, existe como apariencia que esconde formas de
vida inciertas; la ciénaga es un impasse, la vida es ahora una distancia
inmanente que nuestro caballo acrecenta como en expansión cósmica, elevando al
infinito el tamaño de la habitación cuyas paredes son vapor, hasta convencernos
de su inexistencia; nos sabemos ahora suspendidos en el vació, somos la
ausencia, al centro del mundo del cual
parten infinitos infinitos. ¿A dónde nos conduce la contemplación de la ciénaga? Llegamos, aparentemente, al mismo
lugar del que salimos y hace presencia la esperada visión, el esfínter total,
que no es esfínter de algún Dios sino Dios mismo: el universo son sus deyecciones, pero se entiende que más allá de ese
esfínter no hay nada, ni ano ni intestinos, por lo que las heces a las que
nosotros llamamos universo y que yo veo y contemplo han nacido verdaderamente
de la nada. La ciénaga no es otra
cosa que la defensa, la protección, lo
que hace inaccesible el centro que gobierna y explica: una escatología
intrauterina; ahí formamos parte del liviano cemento, somos una tumba acuosa
sobre la cual habitan neófitas criaturas. La ciénega no tolera nombre alguno, es el espacio antes del antes; la proeza
ornamental de este texto es que encuentra las aristas de lo líquido; todo se
altera y permanece, la ciénaga es
sensible a las preguntas, se deforma con ellas para seguir huyendo; sale y
entra del esfínter, haciendo de cada camino una alucinación y de cada objetivo
un imposible. La ciénaga petrifica las
paradojas, cavando con una pala hecha de palabras en la sucesivas capas de una
máscara cuya identidad es la niebla y el escalofrío. Manganelli somete toda
hipótesis a su rigor estilístico y explota el recurso magistralmente; la
hipótesis está ahí como un mecanismo de resurgimiento que sustenta el carácter
de la obra: ¿No es la
ciénaga la paz de la descomposición que continuamente se recompone para
descomponerse infinitamente? ¿No es la ciénaga el burdel de buen gusto,
discreto y tradicional, en el que es imposible no hallar, uno detrás de otro, a
todos los dioses, creados y no creados, empezando por el esfínter?
*
Libro completo
Así pues, en esta casa yo habito y tengo ante mí los interrogantes de quién o qué es el caballo, de quién me ha precedido en esta casa, de cuál será la función y el poder de esta casa y por lo tanto de quien en ella habitaba, de cuáles de esos poderes me han sido transmitidos por el mero hecho de morar aquí. Está, por último, mi relación con la ciénaga. He dicho que la ciénaga se me ha revelado no ya como una extensión de aguas expoliadas, sino como la sede de una infinidad de vidas mínimas pero dotadas de destino, Pero la ciénaga muda se transforma; a veces, desde la ventana larga que corona lo que he llamado la proa de la casa se me aparece como un desierto fangoso, en el cual no consigo distinguir huellas de agua estancada; sólo dunas húmedas, empapadas. A veces la descubro invadida por una vegetación mísera pero prepotente, una extensión de arbustos, matorrales, matojos de hierbas miserables, marchitas y malsanas; en torno a estos arbustos se recoge un poco de agua, como si a esas hierbas entristecidas les fuera reconocida una majestad semejante. Más a menudo, las aguas se imponen, pero dibujando en cada ocasión paisajes distintos; a veces una serie de dunas confiere a lo que veo un aspecto oriental, a veces una extensión de agua parece querer simular un mar sin olas y un río inmóvil, contenido para su estupefacción por un dique invisible. Jamás he asistido a tales metamorfosis; en cada ocasión encuentro el paisaje transformado en el momento en que me siento ante la ventana; quizás se haya transformado horas antes, quizás en ese mismo momento; en cualquier caso, jamás lo he visto proseguir una metamorfosis, jamás lo he sorprendido en su transformación; no es imposible que las transformaciones sean instantáneas; en cualquier caso, son perfectamente silenciosas. Creo que mi ignoto predecesor quiso anotarse una de las muchas imágenes de la ciénaga; quizás una imagen que le había fascinado. No puedo negar que a veces esta metafórica laguna me fascina y que en cada ocasión me pregunto cuál será la forma bajo la que se me aparecerá la próxima vez. Pero la cuestión central, un enigma más, es: ¿sabe la ciénaga que es contemplada? En cierto modo, yo creo que lo sabe, y por eso se transforma.
Apareció aquí: http://www.revistaesnob.com/empezando-por-el-final/